Si nosotros hoy, 20 siglos después, abrimos nuestro evangelio de Juan y leemos en su prólogo que en el principio (Génesis 1) estaba el Verbo (Logos), que éste estaba (cara a cara) con Dios, pero que a su vez, ese Verbo (Logos) es Dios, igual nos emociona, nos reconforta, nos anima y nos edifica, seguro. Pero si retrocedemos esos 20 siglos, y nos trasladamos a más de 5.345 kilómetros, hasta llegar a Jerusalén, ten por seguro que esas palabras, y otras tantas similares, irrumpieron con la fuerza de una bomba atómica en la mente y en el férreo pensamiento del pueblo de la promesa, que por cierto contaba con todo tipo de profecías mesiánicas al respecto.
El contexto social, político, cultural y, sobre todo, religioso, es bastante diferente al nuestro. Bajo el dominio, desde décadas atrás, del Imperio romano con Augusto César, su «pax romana» y su censo universal, al que sucedió Tiberio. Con Herodes Antipas tetrarca de Galilea y Perea, Pilatos como gobernador de Judea subyugando al pueblo de Dios. Anás y Caifás, sumos sacerdotes; fariseos, saduceos, esenios y zelotes como sectas religiosas y con un silencio de Dios de 400 años, levemente agitado por la rebelión macabea.
Pero antes de abordar ese maravilloso evento donde un niño fue nacido, y un Hijo dado (Isaías 9:6), debemos remarcar que, rodeado de politeísmo pagano, Dios decide revelarse a Abram en Haran, llamándolo a romper con todo, en pos de una promesa que albergaría tierra, nación, descendencia y una bendición universal.
Isaac, Jacob, los patriarcas crecieron con la noción del Dios de la Biblia, el de Abraham, Isaac y Jacob. Mas tarde, en Horeb y con un fin redentor, se revela a Moisés como YHVH («Yo Soy el que soy»), donde, tras demostrar Su Soberanía frente a Faraón y Egipto, establece un pacto en el cual ellos debían guardar y obedecer la Ley. Ellos eran un reino de sacerdotes y gente santa (Éxodo 19:6), donde su «labor evangelística» consistía en ser luz a las naciones (Isaías 42:6), debiendo así de mostrar la Gloria del único Dios Vivo y Verdadero frente al resto de naciones paganas que le rodeaban (Deuteronomio 4:5-7). Pero para remarcar, enfatizar, acentuar y resaltar (era una obligación) esta misión de ser portadores del único Dios verdadero, los padres debían entrenar e instruir a sus hijos en el conocimiento de Dios y en Su Ley (Deuteronomio 4:9), siendo esta una distinción muy clara y muy significativa del judaísmo, que ha hecho que aún hoy perdure este pueblo en la historia.
Tres veces año, coincidiendo con las festividades sagradas, todo varón debía peregrinar al santuario (Éxodo 34:23), tal como hizo nuestro Señor en Lucas 2:41-42.
Mientras tanto, y varias veces al día, se repetía en los hogares judíos la «Shemá», y es prácticamente imposible hallar un joven de 12 años que no la recitase de memoria. Dicha oración, basada en Deuteronomio 6:4-9, 11:13-21 y Números 15:37-41, comienza así «Oye, Israel: Jehová (YHVH) nuestro Dios, Jehová (YHVH) UNO es (…)». Años más tarde, el Apóstol Pablo, con un pleno entendimiento de Dios, la reformaría y ampliaría en 1ª Corintios 8:6 (» Para nosotros no hay más que un sólo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un sólo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos»)
Ese concepto inflexible de unidad, de unicidad de Dios se afianzó en la mente del pueblo hebreo hasta lo profundo, pues era muy necesario consolidar sobre todo, y por encima de todo, este premisa teológica debido al paganismo politeísta religioso que los rodeaba y que iban a enfrentar. Pero por otro lado, aunque levemente, la doctrina de la Trinidad se empezaba a revelar de una manera progresiva (Salmo 2, Salmo 110, Isaías 48:16). Dios, sin romper Su Unidad, estaba (teológicamente hablando) preparando a Su Pueblo para la venida del Hijo, quién es Uno con El Padre.
Ellos creían en ese único Dios vivo, viviente y verdadero, el Creador de todo que se había revelado, que les había hablado, liberado y prometido bendición, que estableció un pacto y les dio la Ley. Llegaron al punto de considerar el nombre YWHW (tetragramaton) como algo demasiado sagrado para sus labios impuros, y en su lugar pronunciaban «Adonai» (Señor). Ellos, en una mezcla de reverencia con superstición, rehusaban a pronunciarlo. Y si lo escribían, ya no usaban más el mismo material de escritura.
Con esas inamovibles y férreas ideas y con esas estructuras religiosas como el monoteísmo unitario (henoteímo, mejor dicho), sumado a la fiesta de la Pascua, Pentecostés, Tabernáculos, con el Templo de Jerusalén y sus continuos sacrificios, además del sabbath (día de reposo), es que irrumpe en escena un humilde judío criado en Nazaret, cuyo nombre ya debía de indicarles ese paso más allá de la teofanía a Moisés en Éxodo 3 («YHVH»).
Jesús («YHVH es salvación») aparece para decir claramente y dar a entender que todo cuanto sabían y conocía de Dios, de la Ley, de las Escrituras o de las fiestas religiosas, adquiere un significado nuevo y completo con ÉL y en EL, tal como les dijo a esos forasteros en el Camino de Emaús de Lucas 24 («Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de ÉL decían.»). Afirmó y demostró ser la misma encarnación de todos los conceptos teológicos que tenía un judío en su mente, y eso era mucho pedir para los religiosos judíos. De hecho tenían las escrituras que lo anunciaban, y el cumplimiento anunciado frente a ellos, y aún así, se resistían.
Pero Jesús NO vino a romper toda la revelación veterotestamentaria, sino más bien a darle luz, sentido y cumplimiento. Ellos eran considerados el pueblo del nombre, es decir, de su Dios, y ahora «aparece» un hombre que se hace acopio de ese nombre. Para ellos debió de ser locura. ¿Cómo iban a transferir y otorgar la gloria, honra, reconocimiento y el nombre divino a Jesús?.
Para los judíos, por entonces, sólo había un Señor (YWHW), para los romanos el señor era César («Kyrios Caesar»), y entre ambos, Jesús afirma y demuestra serlo. ¿Qué sucedera?
ÉL, en otro monte como en el Sinaí de antaño, aplica y le da un sentido nuevo a la Ley que ellos conocían de memoria, poniéndose en igualdad de condiciones al legislador-Dios, («Oistéis que os fue dicho, (…) pero YO os digo…»)
Se atribuye además una prerrogativa divina como era la de perdonar pecados (Marcos 2). Hace algo que nadie jamás en la historia de Israel se atrevió a hacer, y es llamar a Dios «Abba» (padre, papá), para aludir a esa relación única y especial que tiene y mantiene con ÉL.
Con todo ello, Jesús se retira con sus discípulos a Cesarea de Filipos, frontera del paganismo religioso y les hace una pregunta general y una concreta. Le general («¿Quién dicen que soy yo'»), la particular («¿Y vosotros que decís?, ¿Quién soy yo?») En medio del silencio, Dios revela la respuesta a Pedro.
Poco más adelante, en esa última cena, y mientras recuerdan y conmemoran (en este ritual) cómo Dios los libró de Egipto y de la última plaga gracias a la sangre de un cordero sacrificado, de repente cambia la liturgia, y desde aquella noche le da un nuevo significado y aplicación, reinterpretando ese evento, que de seguro tuvo que ser impactante para los que compartieron mesa con ÉL. Transforma la última pascua, en la 1ª Santa Cena, donde ÉL será el mejor y verdadero Cordero a sacrificar para liberarles de una esclavitud mucho mayor. Rompió todos los esquemas religiosos de años, siglos y siglos.
Lejos de manifestarse como un rabino, un maestro o un profeta, ÉL se presentó como el Hijo de Dios, Dios mismo, con las características, atributos y prerrogativas de YHVH, pero siendo ese siervo que describe perfectamente el Salmo 22 e Isaías 53.
Si aún para Sus Discípulos asumir y asimilar esa noción de la deidad de Jesús les resultó difícil, mucho peor fue para el pueblo de Israel, concretamente los líderes religiosos, quienes lo tildaron de impostor, agitador, sedicioso y farsante. Ellos se crearon una falsa imagen e idea del mesías prometido más propia de Willian Wallace, esto es, un libertador político, que de lo que la Biblia exponía.
Para nosotros es sumamente fácil ver la profecía mesiánica y su cumplimiento a la luz de nuestro contexto, pero para un judío, y sin ánimo de justificar su rechazo, era muy brusco, comprometido e incomprensible que este humilde judío, carpintero de Nazaret, criado en el seno de una humilde familia, fuera el Eterno Creador de todo, el siervo sufriente de Isaías 53, el profeta que hay que oír anunciado por Moisés en Deuteronomio, el Hijo del Hombre que vendrá en gloria de Daniel 7, el Rey Eterno de la casa de David (2ª Samuel 7) quien nacería en Belén, y sobre todo, que fuera la simiente de la mujer de Génesis 3:15. Se requiere una nueva comprensión de la identidad de Dios, un nuevo concepto teológico y romper con muchísimo para abrazar esa verdad, y muchos no estuvieron dispuestos, ni aun siendo testigos oculares directos de las señales y milagros, como la Resurrección de la hija de Jairo o la de Lázaro.
Podíamos dar tantos versículos, pero vamos a dar unos pocos ejemplos de lo que Jesús dijo sobre Sí Mismo; y, sobre todo, de la reacción de los líderes religiosos judíos.
Que fuera un rabino, podían aceptar y tolerar. Incluso algún profeta, aunque difícilmente, pero que fuera el Mesías prometido y anunciado, Dios mismo en carne y sangre humana, eso era herético, blasfemo e intolerable.
Marcos 14:61-62 «Mas ÉL callaba, y nada respondía. El sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo: Yo Soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote, rasgando su vestidura, dijo: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Habéis oído la blasfemia (…)»
Juan 10:30-31 «Yo y el Padre uno somos. Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle.»
Juan 8.57-59a « Entonces le dijeron los judíos: Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, Yo Soy. Tomaron entonces piedras para arrojárselas»
Lucas 4:20-21 y 29 «Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en ÉL. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros (…) y levantándose, le echaron fuera de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos, para despeñarle. «
Y mientras los líderes religiosos no pronunciaban en voz alta el nombre de Yahvé (YWHW) para evitar tomarlo en mano, los primeros cristianos (y cada vez más), lo relacionaban estrecha y directamente con Jesús, El Señor («Kyrios», «Adonay»). Ellos entendieron que, lejos de abandonar el monoteísmo, había que entender a Dios como único; siendo uno y trino, misteriosamente a la vez. A través de Jesús, Dios se hizo visible y palpable en nuestros términos.
Un fariseo como Saulo de Tarso no podía entender cómo alguien se atrevía a identificarse como el Señor, como su Dios, pero ese mismo Saulo (Apóstol Pablo) fue quien recibió la revelación directa de la Deidad de Jesús, y quien nos ha dejado en sus epístolas muestras teologicas de que ÉL es el Adonay y el Kyrios.
[…] y unidad entre el Padre y el Hijo. Pablo, de alguna manera, ha aplicado en Cristo la tan famosa «Shemá» de Israel, bien conocida por […]